El clan de hierro | Crítica

Una tragedia grotesca americana

La familia de 'El clan de hierro'.

La familia de 'El clan de hierro'.

Cuando Sean Durkin debutó en 2011 con Martha Marcy May Marlene se descubrió un director capaz de afrontar con un lenguaje cinematográfico de extrema precisión, rigor y sobriedad llevados al extremo del alarde formal el descenso a los infiernos de un personaje incapaz de adaptarse a la vida normal tras una experiencia traumática en una secta. Por ese camino siguió -abarcando ahora la lucha contra la oscuridad de toda una comunidad- en su miniserie Southcliffe (2013). De regreso al largometraje continuó profundizando en esta lucha por la supervivencia emocional con The Nest (2020) yendo aún más lejos en la sutileza con la que va fundiendo lo cotidiano con las oscuras fuerzas que amenazan a una familia. Fuerzas oscuras que por desgracia en sus películas nunca son sobrenaturales -es decir, imaginarias, irreales- sino producto de la fragilidad de unos y la crueldad de otros (o de una sociedad) muy reales.

Es de una total coherencia con su universo temático que se haya sentido atraído por la historia real de los hermanos Von Erich: un padre obsesionado porque sus hijos logren los triunfos que él no alcanzó en la medida que ambicionaba. Esto, que ha sucedido en los universos de las artes, la música o la actuación, sucede aquí en el de la lucha libre. El padre, aplastando las posibles vocaciones, personalidades o deseos de sus hijos, los vampiriza, puede decirse así, para que hagan suya su obsesión por convertirse en estrellas de la lucha libre. Y les inculca su fanático rigor por el cultivo del cuerpo y el entrenamiento.

Las consecuencias de esta manipulación y la dureza del universo de este deporte-espectáculo tejen la trama dramática de esta historia real que, por su tensarse entre la dureza paterna y la solidaridad entre los hermanos, parece no serlo, como si fuera difícilmente creíble que sentimientos tan extremos y contradictorios puedan simultanearse.

Esta película, como todo el cine de su interesante director, trata del dolor

Esta película, como todo el cine de este interesante director, trata del dolor. La lucha libre es aquí lo que era la secta en Martha Marcy May Marlene o el entorno aparentemente normal en The Nest: la ocasión para que una personalidad dominante hasta lo desquiciado, el padre, vaya destruyendo conforme las construye las personalidades, expectativas y cuerpos -porque se funde perfectamente lo físico y lo psicológico- de sus hijos. La obsesión por la lucha libre es lo que convierte la familia en un ámbito perversamente opresivo del que solo se puede huir rompiendo a la vez con las dos.

Lo importante es cómo convierte Durkin esta historia de dolor, opresión, solidaridad y liberación (no de todos los hermanos) en una gran película gracias a la sobria precisión del relato, la distancia con relación a lo que narra (que no excluye una emoción multiplicada por la dureza del contexto), una soberbia dirección de grandes actores con unos casi irreconocibles Zac Efron y Jeremy Allen White encabezando un recital de grandes interpretaciones y la creación de una atmósfera opresiva gracias a la dirección fotográfica de Mátyás Erdély, colaborador habitual de Durkin y autor del alarde fotográfico de El hijo de Saúl que convirtió la profundidad de campo en la única forma posible de filmar el Holocausto. Todo se ordena al crescendo de dolorosa tensión que es esta excelente película que es una tragedia grotesca americana.

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