La cuarta pared

Lo Bello y lo Sublime

Por muchas imágenesque viese, no existe nada igual a tu presenciafísica en el lugar

Existen ciertos momentos en la vida de cualquier persona, bien sea a los 27 o a los 87 años, en los que, por unos segundos, el tiempo se detiene. El mundo corre alrededor tuya, pero tú te ves paralizado y absorto en algo muy concreto. Podríamos llamarlos momentos de felicidad plena, de pánico absoluto o de impacto ante un hecho sorprendente. Realmente se trata de una sensación que puede llegar a producirse por muy diversos factores, sin embargo, hay algo que los une a todos ellos y no es, ni más ni menos, que el hecho de estar vivos. Sentir puede ser el mayor reflejo de la vida. Esos momentos en los que te paras a pensar y eres consciente de tu propia existencia y, por lo tanto, de tu irremediable muerte. Es en este límite donde cualquier obra artística le gustaría situarse. La gran mayoría se llevan a cabo con el único fin de ser bellas, de poder agradar de forma consciente al receptor, pero pocas llegan a ser sublimes, a poder conmover de manera irracional e infinita a quien la percibe por alguno de sus sentidos. Immanuel Kant realiza un profundo estudio acerca de dichos conceptos en sus “Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime” (1764), donde, de algún modo, refleja una distinción más que evidente entre ambos, objetivando el término bello y dándole un carácter general para todos los seres vivos. Sin embargo, parece más interesante el concepto de sublime, término relacionado con lo extremo, con lo inconsciente, con aquello que puede provocar en nosotros un vuelco al corazón, que detiene el tiempo y te sumerge en un profundo mar de sentimientos y sensaciones normalmente indescriptibles. La primera vez que sentí esa profunda sensación que me dejó sin aliento fue cuando me acerqué por primera vez al borde de un acantilado en mi visita al Cañón del Colorado, llegué a entender cómo el espacio puede hacer sentir a las personas, cómo solamente por la configuración de esas piedras, por donde estaban situadas y por el tamaño de todo aquello que mis ojos apenas alcanzaban a ver, mi corazón latía de una manera distinta a cuando estaba en el coche de camino, ojeando un folleto del “Grand Canyon Natural Park”. Por muchas imágenes que viese, por muchas historias que hubiera escuchado acerca del mismo, no existe nada igual a tu presencia física en el lugar. El aire frío casi helado despeinándote las pestañas, el olor a tierra mojada por todas partes, el eco por la presencia de otra pared-acantilado cercana. Todo eso, sumado a la inmensidad del cañón, consiguieron paralizar mi tiempo. Como bien dicen los físicos, el tiempo transcurre más despacio alrededor de objetos con mucha masa, pues bien, los cinco segundos que pasé al filo de esa pared fueron más largos que las 200 horas de coche que sufrí para llegar hasta allí.

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