Los mecanismos de la mentalidad y la práctica inquisidoras están muy precisamente definidos desde hace siglos, aunque hayan sido perfeccionados por obra de sucesivas tiranías en las que la creciente sofisticación de los instrumentos policiales ha permitido un control más directo y eficaz, hasta llegar a nuestra época que ni siquiera necesita construir un régimen propiamente despótico para tener a los ciudadanos –no pocos de ellos ejercen con dedicación y entusiasmo de censores o comisarios, sea a cara descubierta o desde el anonimato– cada vez más sometidos. Al contrario de lo que piensan muchos europeos, además de todos esos españoles que encuentran una especie de placer mórbido en considerar que el nuestro ha sido y en parte sigue siendo el país más atrasado y brutal de Occidente, el exhibicionismo de la virtud remite menos a la tradición católica que a la protestante, donde la superioridad moral de la ortodoxia, que con razón se achaca también a las religiones políticas, ha dividido con toda claridad a los creyentes de los impíos, cuyo destino, en los recios tiempos fundacionales, no podía ser otro que la hoguera. Pocos libros más actuales hay, para afrontar la oleada de puritanismo con un mínimo de contexto histórico, que Castellio contra Calvino de Stefan Zweig, un escritor muy popular –y por ello a veces menospreciado– que hizo de algunos de sus libros de divulgación verdaderas obras maestras. Como es fama, el reformador francés erigió una teocracia gobernada con mano de hierro, instituida en el cantón de Ginebra desde el que difundió la versión más radical del protestantismo, caracterizada por el énfasis en la fe – sola fide, sola Scriptura– y una malsana obsesión por castigar los pecados y desviaciones de sus congéneres que tuvo amplio eco en las naciones anglosajonas. Es verdad que Calvino tiene su propia leyenda negra, iniciada por su primer biógrafo Bolsec, que después de abrazar la doctrina reformada renegó de ella y se convirtió en un feroz antagonista de sus ideas y de la sombría figura del predicador, al que presentaba poco menos que como el diablo en la tierra. Pero como bien explica Zweig, que quizá no dejaba de tener en mente la exaltación por los nazis de la imagen de Lutero, tan oscura en ciertos aspectos, no puede negarse que la profunda intolerancia del credo calvinista refleja una visión fanática e incompatible con la libertad de conciencia. Entonces y ahora, a los virtuosos no les basta con señalar a los pecadores, exigen que todo el mundo participe de su cruzada incriminatoria y llegan a condenar por omisión a quienes no se suman al coro. En el reino de la rectitud no hay lugar para los tibios.

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