Noroeste

Habla la naturaleza con su lenguaje mudo e inmemorial: “Quien busca la soledad vive en la inocencia”

Al norte del antiguo principado de Beira, en una de esas provincias de la vieja Iberia que no por ser interiores dejan de hacer notar su condición atlántica, una hacienda del siglo XVIII, construida por un indiano que llegó a gobernar la capitanía de Mato Grosso, simboliza a un tiempo los afanes y la mentalidad pragmática del espíritu ilustrado y el sueño medievalizante de la autarquía, enriquecidos por la escenografía de la edad romántica. En el estanque del jardín francés, acogido a las habituales geometrías y donde abundan, debilidad de su artífice, los macizos de camelias, un espléndido ejemplar de cisne –la irrequieta Margarida– distrae su soltería con un pato medio hermanado al que tolera y a la vez mantiene a raya. En el inglés, más salvaje y exuberante, se alzan robles y castaños, laureles y nogales de Indias, cedros del Atlas o el Líbano y gigantescas secuoyas, inmunes a los destrozos del vendaval. Viniendo de los largos meses de calor, se agradecen tanto más el frío y la lluvia casi constante, leve y acariciadora o a ratos violenta, pero igualmente venturosa. En las pausas de resol brillan los brotes de la hiedra y las yemas de los setos, buscando la luz con ansiedad de recién nacidos. Hay relojes de sol por toda la quinta, pero es el de la capilla, bajo la espadaña, un prodigioso engranaje de la época en que la mecánica rivalizaba con las bellas artes, el que llama a la oración, el trabajo o el ocio, conforme a los términos de la leyenda latina. Hay bodega, almazara, serrería, un obrador de quesos, una fábrica de hielo y la que fue primera estación eléctrica de la región, trazas de elegante metalurgia y modestos enseres ennoblecidos por la pátina del tiempo. Hay armas y blasones, mapas y planos del Brasil, esbozos de la fauna y la flora americanas, vestigios de un mundo, el de la esforzada vida en ultramar, que fue mucho más allá de la pulsión extractiva. Cerca de las galerías de boj, el que llaman camino viejo, delimitado por grandes losas, lleva a una encrucijada que recibe su nombre de las cuatro virtudes platónicas: templanza, fortaleza, justicia y prudencia. Habla la naturaleza con su lenguaje mudo e inmemorial, que no precisa de palabras. Hablan las piedras musgosas donde los artesanos tallaron sentencias que probablemente no comprendían, aunque de hecho conocieran el sentido. Algo dicen y encontramos la respuesta, perdidos por uno de los rincones semiocultos de la finca, inscripta en el tablero de granito de una mesa circular que desafía la intemperie, junto a la hermosísima fuente –espejo del bosque en la umbría– rebosante de lirios de agua: “Quien busca la soledad vive en la inocencia”.

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