Si una foto vale más que mil palabras, basta ver la que se hicieron el otro día los ex presidentes de la Generalitat en la abadía benedictina de Sant Miquel de Cuixà, en la comarca francesa de Conflent, ubicada en el departamento de los Pirineos Orientales que los muy cafeteros llaman Cataluña Norte. Hasta allí se desplazó el inefable exiliado de Waterloo, que vegetaba en su modesta residencia de cuatro pisos, donde dedica su valioso tiempo a hacerse fotos con los turistas, hasta que los azares electorales lo han rescatado del perpetuo veraneo para volver al primer plano de la actualidad, convertido en pieza clave para la gobernabilidad de España, es decir del Estado, esa molesta realidad institucional que si Dios quiere ha de dejar paso a la República catalana y las demás que vayan surgiendo. Lo miman los delicados representantes del Gobierno de progreso, siempre con la mira puesta en el bienestar de las naciones, pero tampoco los menos fascistas entre los fascistas descartan su improbable apoyo, de modo que el hombre, que de un tiempo a esta parte parecía un tanto perdido, ha recobrado el ánimo. Con su renovado protagonismo, qué duda cabe, renacen las esperanzas de todos en un futuro mejor. Pero volvamos a la foto. Sobre el fondo protorrománico del antiguo monasterio, cuyo claustro puede verse en el famoso museo neoyorquino adonde fueron a parar otras joyas arquitectónicas del Medievo, los retratados proyectan un aire más bien gótico al que contribuye poderosamente el inmediato sucesor del ex presidente fugado, el mismo que hablaba de la degradación racial de los españoles no catalanes –lo recordaba aquí el gran Manuel Gregorio, a propósito del entrañable reencuentro– por efecto del sucio contagio de África. La presencia del sonriente abad de Montserrat le daba a la reunión un toque moderno a la vez que piadoso, muy en consonancia con las sólidas creencias del más veterano de los convocados y de su devota esposa, cuya bien conocida predilección por los misales ha sido objeto de malentendidos. En las comunidades donde manda el nacionalismo la cruel derecha ha desaparecido, no quedan explotadores y todos los ciudadanos y ciudadanas pertenecen por igual al pueblo, tanto más unidos por su valerosa resistencia al acoso español. No consta que durante el franquismo se significaran mucho en ese sentido, pero a ellos les debemos, entre tantas otras contribuciones, la certeza de que la dictadura no sólo no desapareció, sino que se hizo aún más odiosa con la restauración de la democracia. Pronto se celebrará el milenario de Montserrat y estaremos más cerca que nunca de volver a los buenos tiempos del feudalismo.

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