Colas en el Everest

El respeto a las alturas del mundo acaso sea una de esas certezas perdidas que se cobra la vida de los desaprensivos

Hacer colas venía a ser la expresión de una demora en la atención a burocráticos trámites admi-nistrativos. O una visible muestra del reclamo mayúsculo de un acontecimiento. O la manera de administrar la atención a los clientes que concurren en la carnicería, con un cacharrito para dar la vez en el papelito del número. Maneras, todas ellas, que no han dejado de ser así, porque forman parte del protocolo de los días; pero que, si se comparan con otra cola singular, resultan aminoradas e insignificantes. Cola mayúscula, entonces, la que se hace para coronar el Everest, en la cordillera del Himalaya, a casi nueve mil metros de altura. Sin miedo al peligro y con una preparación más bien justita. Incluso sorteando la tragedia ante la estrechez del sendero, al pa-sar por el encima de los cadáveres de alpinistas caídos a lo largo de la cola, expuestos a la con-gelación y la falta de oxígeno, cuando no atrapados por el pánico que hace aterradora la espera. ¿Qué pensarán los pobladores de las regiones montañosas de Nepal, los sherpas, de estas colas dantescas, donde la muerte hace de las suyas por la novelería de los escaladores de ocasión y a mogollón? ¿Qué controles o requisitos, además de pagar varios miles de euros, habrían de ser necesarios a fin de obtener los permisos para escalar el Everest? ¿Por qué la reservada epopeya de alcanzar esta corona del Himalaya se ha convertido en poco más que una yincana lúdica? Acaso desvanecidas las grandes certezas -el respeto a las alturas del mundo debiera ser una de ellas-, menguados los esfuerzos y el cuidado de los retos, alicorta la épica porque puede contra-tarse como mercancía de un capricho original, subir al Everest parezca una decisión aventurera que se prepara con el equipamiento de una tienda de deportes y las bebidas energéticas en la mochila. Y si sobreviene la muerte, no deja de ser un imprevisto con el que no se contaba y ante el que más vale salvarse que ayudar porque, a miles de metros de altura y por la angosta vía de un sendero aéreo, cualquier turbamulta es fatídica. Temporada alta -tómese el doble sentido- en el Himalaya, una azotea del mundo reservada al empeño de los más capaces que, atestada de montañeros principiantes, casi resulta una terraza de la Rue del Percebe, repleta de botellas de oxígeno sin presión, con el desmayo de los congestionados. Pero la muerte merece respeto, aunque se la encuentre perdiéndoselo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios