Espectáculo y empatía

Ante un espectáculo pavoroso, como el del volcán canario, la empatía extiende el dolor por tantas pérdidas domésticas

La erupción de un volcán es un espectáculo… pavoroso, ante el temor y el sobresalto que aturden a quienes viven cerca de esa boca por donde la tierra vomita y ruge. Si esto ocurriera en un lugar deshabitado, en el que la naturaleza pudiera hacer y deshacer a su antojo, sin fatal quebranto a los moradores, cabría cambiar el apellido del espectáculo y hacerlo, así, fabuloso. Ahora bien, no deben confundirse espectáculo y atracción turística, toda vez que el primero denota cualquier cosa ofrecida a la vista que es capaz de atraer la atención y mover el ánimo para infundirle, entre otros impulsos, los del asombro y el dolor. Por eso importa el complemento. Sobre todo, ante la calamitosa desgracia de la isla de La Palma: un espectáculo sobrecogedor.

Aunque desgastado por el uso novelero o políticamente correcto, otro término, el de empatía, resulta a propósito del desatado volcán canario. Se trata de la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos, su estado de ánimo, su desconcierto. Y el modo de ejercitarla no es difícil si, pensando en las paredes que nos cobijan, hemos de reaccionar a que resulten aniquiladas por un río de lava, tras cuyo paso no quede ni el desdichado recuerdo de las ruinas, siquiera sea para reconstruir, sobre ellas, el hogar de la vida.

La erupción del volcán canario no provoca las fatalidades de manera repentina, imprevista o inesperada, como suele ocurrir con muchas tragedias que rompen el calendario de los días y quitan la vida como resultado de un azar -hay quien dirá destino- funesto. Sino que el desconcierto y la pesadumbre se acrecientan porque da tiempo a ver la causa que los provoca, a calcular el tiempo que dejará de margen para apartarse y, por si fuera poco, a contemplar cómo se precipitan las que parecían domésticas seguridades del lugar donde se decidió vivir. Y de hacer algunas fotografías que no solo procuren memoria de una catástrofe histórica, sino también den prueba, más o menos convincente, ante la letra pequeña de los seguros. En esa expectativa de una calamidad insalvable, como no sea porque el derrame de la lava cambie el curso de su devastación, está una de las singularidades de este doloroso y tristísimo infortunio. Y tener tiempo para hacerse a la idea de lo que acontecerá, mientras el reptante monstruo encendido acecha, en modo alguno consuela porque el desatino rompe en el llanto de la impotencia y en los desgarros ante todo lo que, inexorablemente, va a perderse.

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