Cada cara es distinta, cada rictus diferente. Hay guapas y feas, con nariz grande y prominente o las orejas bien pronunciadas, con la frente hundida o con pecas o sin ellas, la barbilla prognata, que es la mandíbula más salida de lo normal. Los genes tendrán mucho que ver con estos aspectos de nuestro rostro. Hay que aceptarlos como son, de la misma manera que aceptamos nuestra personalidad. Pero sin embargo hay algo que podemos cambiar: la sonrisa y la mirada. La meta debe ser tenerla como los niños pequeños. ¿Cómo? Con trabajo de cambio de mentalidad. Hay miradas suaves y miradas duras, hay quien mira a los ojos y quien parece no atreverse, hay miradas enamoradas, melancólicas o miradas llenas de odio; inocentes o sensuales –se la come con los ojos-, se dice. Hay miradas sonrientes de ojos brillantes y otras tristes de ojos apagados. Hay iconos ortodoxos con esa mirada que insatisfacen el alma, previendo el dolor que se avecina. Otras acompañadas de amplias sonrisas. Además, una sonrisa es nuestra carta de presentación que alegra y es gratis. Y es que nuestra cara es el espejo de nuestra alma.

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