Los Goya de Agen

Esos cuadros fueron creados en la soledad de su casa y el mundo los conoció tras su muerte

La villa de Agen, en el sur de Francia, atesora en su museo cinco obras seguras de Goya, entre las que sobresalen un espléndido autorretrato y "El globo", célebre paisaje animado con figuras que se cuenta entre lo mejor del arte romántico-sublime. Los cuadros fueron una donación del Conde Damase de Chaudordy, hijo de Agen y embajador en España. El conde los compró en Madrid a Federico de Madrazo, quien a su vez los había adquirido a Javier Goya, hijo del artista. Tres de ellos figuran en el inventario redactado por Brugada a la muerte del pintor, en 1828, donde se recogen todas las obras que había en La Quinta del Sordo. Su pedigrí, por tanto, no admite dudas. Sucede, en cambio, que a la "experta" Juliet Wilson nunca le han gustado y lleva décadas aseverando que no son goyas. Y hete aquí que Adrien Enfedaque, conservador del museo de Agen, le acaba de montar allí una exposición temporal donde defender sus ridículas tesis y, con total impunidad, descatalogar otros cuantos goyas más. Afirma ahora Wilson, como única salida al callejón en el que anda metida, que Goya tenía en esa época -la de la guerra y años posteriores- un taller con discípulos que le versionaban sus obras y las copiaban bajo su dirección y que luego vendía como piezas enteramente suyas. Como los maestros del barroco, vamos. Ni que decir tiene que no aporta a su tesis la menor prueba fehaciente; entre otras cosas, porque no existen. Es un disparate pensar que Goya tenía una gran demanda comercial para sus obras personales, íntimas y técnicamente más exploratorias, como para montar un taller con copistas. Esos cuadros fueron creados en la soledad de su casa y el mundo los conoció tras su muerte, cuando su hijo y nieto los vendieron. Asensio Juliá, al que siempre se cita -sin pruebas- como su colaborador, es un pintor malo y casi inexistente, pues solo se le conocen cuatro o cinco cuadros seguros que no tienen nada que ver técnica y estéticamente con el maestro. Wilson no ha conseguido identificar convincentemente a ninguno de los colaboradores-imitadores de su soñado taller goyesco, y todos los goyas que no le gustan siguen huérfanos de padre a día de hoy. Los análisis científicos y documentales contradicen inexorablemente sus tesis, pero ella y sus discípulas siguen ahí, incansables, intentando cargarse al Goya más interesante y personal, sólo porque no les gusta y no lo entienden. Lo alucinante es que hay museos que les compran sus delirios.

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