Aquella habitación ejercía una atracción fatal sobre ella, sentía fascinación por descubrir los secretos que encerraba en su vientre. Aquella niña curiosa que aprovechaba los descuidos de su madre, para entrar en ella y abrir los cajones a los que apenas alcanzaba de puntillas, era la misma en la que estaba hoy, y a pesar de los años trascurridos, seguía sintiéndose la niña que se disponía a cometer una travesura. Siendo muy pequeña, tanto que no podía distinguir si recordaba esos momentos por sí misma, o creía recordarlos por las veces que se lo habían contado, le encantaba abrir los cajones de las mesitas de noche de sus padres, porque eran una caja de sorpresas. En ellos había pendientes, anillos, pulseras, esas pastillas horribles que le daba su madre cuando tenía fiebre, pañuelos bordados con flores de colores, y un sinfín de cosas, cuyo significado se le escapaba. Recordó aquella vez que su madre la pilló “in fraganti”, y del susto, soltó el cajón desperdigándose su contenido sobre el suelo. No pudo contener la risa, en realidad no sabía por qué lo hacía: seguramente la curiosidad que sentía era incontenible. Hoy, después de toda una vida, su madre ya no estaba y nadie podía reñirla por abrir cajones, despensas o armarios, pero sentía el mismo morbo que cuando era una niña. Ahora era ella la que no podía resistir la risa, cuando veía a su hija hacer lo mismo, el “registro” está en nuestro ADN, pensó divertida. Salió de aquel dormitorio, cuajado de misterios y recuerdos, y se dirigió al cuarto de baño, allí entre botes caducados de crema, lacas de uñas y jabones perfumados, que tanto gustaban a su madre, se miró en el espejo “de cuerpo entero” y descubrió de sopetón que ya no era la niña que hurgaba en los lugares prohibidos, pero seguía siendo igual de curiosa. Sus incipientes patas de gallo, la primera cana que asomaba retadora sobre su frente, y el cansancio que acumulaba su rostro, le devolvió a la realidad. Entró en el salón con una bonita caja de madera, con incrustaciones de nácar, y decidió sentarse en el sillón de mimbre para revisar su contenido. Afloró de nuevo la curiosidad infantil al comprobar que estaba repleta de cartas y postales amarillentas y gastadas por el paso de los años: “para mi querida amiga en el día de su santo..”, “mi querida Marta, hoy te recuerdo más que nunca …”, “hija mía, no vengáis por el pueblo en estos días, ha nevado y hace un frío polar..”. Cartas y postales firmadas por sus remitentes, y guardadas “como oro en paño” por su destinataria. Sintió un agudo dolor en el pecho, cuando pensó en que ella no podría dejar ese regalo a sus hijos, ellos no podrían recorrer su vida entre líneas, releer los mensajes de sus amigas, de su novio o de sus padres, su vida quedaría en una nube sin cajones, sin armario, ni cajas de madera, donde poder compartir las emociones de su vida. Mándame una postal!

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