República de las Letras

NAVIDAD DEL 68

Siempre recuerdo la Navidad en mi barrio las tardes arrecidas al ocaso, invierno triste, solitario y frío

Siempre recuerdo la Navidad en mi barrio a esa hora imprecisa en que, acabado el día, comienza a anochecer: desde mi azotea, en las cumbres de la Sierra de Gádor, el ocaso rojo y ocre vestía poco a poco su traje de noche, azulado y violáceo, elevaba sobre los terrados, aquellos pobres terrados del barrio obrero, reverberos de cal de los muros y de azulete de los tenderetes, resolvía sombras de hollín en las bocas de las chimeneas y apagaba el resol del jabelgo rosado de la torre de la Iglesia en torno a las graves, sempiternas campanas. Abajo, por las calles de tierra, bombillas incompetentes en la tarde fría. Y sobre los ricos aleros o las pobres cornisas el cielo agrisado aún no lucía el titilo inocente y secular de las estrellas. Hora mágica esta de la tarde de Navidad. Hora solitaria, fría tarde recorrida en doce callejas apenas, ni un niño, ni una vieja tapándose la boca con su mantón, quizá si algún muchachote retrasado en la visita a la novia. Siempre recuerdo la Navidad en mi barrio las tardes arrecidas al ocaso, invierno triste, solitario y frío.

Y la Navidad era también pobre. Nada más lejos del edulcorado Hollywood o de los pavos madrileños de los No-Dos. Aquella Navidad era de mantecados envueltos en papel seda -unos que se volvían masa en la boca- y de peladillas, piñones, higos, dátiles, pasas... Y, sobre todo, anís. Porque aquella Navidad no necesitaba de encantos ajenos, tenía los suyos propios: mi madre también hizo unos pollos rellenos, mi padre otra vez llegó tarde a cenar, pero trajo una caja de mantecados, y mi abuela volvió a cantar, para nuestro regocijo, sus viejos villancicos picantes.

Pero ya empezábamos a vernos incómodos en las celebraciones familiares navideñas: nuestra adolescencia nos empujaba a salir con otros amigos del barrio. Y nos íbamos recogiendo unos a otros, casa por casa. Y en todas, como era costumbre en Navidad poner en la entrada, sobre la máquina de coser o en la mesa camilla, una bandejita o un plato con mantecados y una botella de anís dulce, se nos convidaba -la madre correspondiente nos acompañaba, por reírse de nuestras bromas exentas de maldad-. Al cabo, entonados por el anís, menuda tarde nos habíamos pasado, copita va y copita viene, recogiendo a los amigos para ir a… ¿a dónde, que se nos había olvidado?

Navidad fría y sola del 68 en el barrio obrero. Tañido musitado de la campana llamando a misa del gallo.

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