Ojo con la higiene

Por eso en el partido que no gana, al primero que despiden es al director de campaña, por torpe

En democracia, en vez usar razones se suele votar a golpe de emociones; unos las llaman intuición, otros, apego o tradición y alguno apelará a sus reales ganas (ese tipo de apetencia ocasional tan imperativa como liberada de explicarse). Un axioma que, vistos los avances de la sociología, permite recelar sobre el grado maquinador que soporta nuestra democracia sensorial, o sea regida por ardides sensualistas que, como toda sensibilidad orgánica, resulta altamente manipulable: basta tener recursos para costear la propaganda y el cebo publicitario que precise cada reclamo. Un marketing electoral en el que la pericia del sociólogo contratado resulta más útil que la retórica del candidato seleccionado por cada partido. Y hasta que la ideología abanderada, que lo único que cuenta, hoy como ayer, es llegar al poder. Porque tampoco inventamos nada, por cierto: la promoción electoral existe desde la Grecia de Pericles y maduró en la Roma clásica, donde los únicos candidatos posibles surgían de la oligarquía económica, ya que la propaganda para captar votos salía muy costosa, obligado como era el reparto de regalos entre la gente, una inversión de la que el elegido, al cabo, lograba resarcirse, por lo legal o por lo otro, aunque no faltaran los Catilinas que se arruinaran al caer derrotados. Así que, con la evolución mercadotécnica el afán promocional reduplicó su prestigio. Ya advirtió Eisenhower en 1961, al despedirse como Presidente de EE.UU, sobre la similitud entre vender lavadoras o elegir políticos: "debemos estar alertas contra el desarrollo de influencias indebidas", dijo y sabía de qué hablaba. Porque para mercadear algo cuenta más su publicidad, que la virtud del producto mismo. Y en campaña son tan cruciales, si no más, los rasputines hipnóticos, que las siglas que al final votamos. Por eso en el partido que no gana, al primero que despiden es al director de campaña, por torpe. Y por eso lo alarmante es que exista normativa en defensa de los consumidores, y casi nada que nos proteja como electores y evite que nos chuten en vena, sin que lo notemos, vía neuromarketing, criterios votantes embaucadores, con ingredientes tóxicos que atentan contra la salud mental privada y colectiva, con total impunidad. Y es una locura seguir ciegos y a merced del oportunismo de unos y otros, sin abrir un debate para garantizar la higiene electoral contra la publicidad política subliminal.

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