Roscos, fuego...fiestas

Las fiestas de Lubrín y Fiñana, juntas, reproducen al famoso Marcelino pan y vino

Muchos de nuestros pueblos están que arden. Literal. Entre chispas, carretillas y cohetes, el fuego o sus derivados inundan tantas y tantas poblaciones de nuestro entorno. Esta actualidad, que mucho tiene que ver con el “eterno retorno”, me hace recordar cuando, hace ya mucho tiempo, en mi infancia, también en Almería se celebraba el día de San Antón con hogueras por las calles y plazas. Después, con razón o sin ella, no sé, se prohibieron coincidiendo esa prohibición con la del carnaval. Quizá fuera solo una coincidencia. Afortunadamente esa prohibición no ha llegado a todos estos pueblos nuestros que celebran San Antón o San Sebastián sin esas limitaciones. Sin esas limitaciones y cada una con sus peculiaridades. No conozco la mayoría de esas fiestas nada más que de oídas. Pero, sin menoscabo de las demás, hay dos que sí conozco a las que quiero más y en las que cada vez que puedo, participo. Me refiero a las de Fiñana y a las de Lubrín. Juntas, se puede decir que reproducen al famoso Marcelino. Se podría decir que son las del pan y las del vino: el mosto de Fiñana y el pan de Lubrín. En ambos casos, enormemente populares y de asistencia masiva. Las dos nos invitan a ir, aún más este año que el calendario las ha colocado en sábado. En estos momentos me encuentro dividido: si desplazarme hasta Fiñana, yendo sin prisas si quiero ver la procesión, porque pese a que el pueblo es algo pequeño, el recorrido se hace largo y algo pesado por el mosto y los cohetes lanzados al paso del santo; pero vale la pena esperar para ver el castillico del que aún guardo unas fotografías de mis tiempos de aficionado. O si acercarme al pueblo de Lubrín a mediodía, y asistir a la lluvia de roscos lanzados en una procesión no menos duradera en el tiempo pese a lo breve del recorrido, entre un inmenso gentío, compartiendo espacio con los vecinos que se colocan a guisa de collar una cuerda en la que ensartan la cosecha de roscos pillados al vuelo en buena lid y luego participar en algunas de las mesas que con generosidad colocan los vecinos para comer habas y roscos con anchoas bañados en ajo blanco y, por supuesto, con el inevitable mosto. Las dos me llaman, a las dos quiero atender: pero temo mucho que me pase como al famoso burro de Buridán: colocado de modo equidistante entre un pesebre de paja y otro de alfalfa, la indecisión le hizo morirse de hambre.

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