La esquina
José Aguilar
Ya no cuela el relato de Pedro
Cuando paseaba esta mañana entre los olivos de la Cañada de la Yedra me sentí un poco como Antonio Machado ante el olmo viejo de Soria. La sensación no podía ser idéntica: la diferencia está en que estos olivos no son tan viejos como aquel olmo. Estos son jóvenes y vigorosos, pero en ellos se desarrolla idéntico milagro de la primavera: renacer. Renacer y mejorar, se supone. No es espectacular en el sentido de enorme. Es más bien un espectáculo que se cifra en lo pequeño, en detalles que suelen pasar desapercibidos. Pero para el que se acerca a su vera no deja de causar gran embeleso. Son cientos, miles de hojas diminutas, minúsculas hojas que nacen como un pequeño cogollo en torno a un eje en el que hay hojas del año anterior y en cuyo centro empiezan a emerger racimitos de pequeñas bolas que luego se convertirán en flores blancas, también pequeñas, muy pequeñas. Son muchos los años que llevo contemplando este auténtico espectáculo y me sorprende una y otra vez. Y no me canso de admirarlo y de vivirlo. Un año tras otro. Ahora bien, de esta primera impresión brota una reflexión sobre el significado del brotar de los olivos. Me doy cuenta de que estoy resaltando un determinado momento de un proceso. El brotar no está aislado: tuvo un antes y tendrá un después. Tuvo muerte y tendrá futuro: flores y frutos. Es un “todo que está en continuo movimiento”, como decía Heráclito. Y también viene a mi mente aquella idea de Pitágoras y de Nietzsche del eterno retorno: la naturaleza es un ciclo del que la primavera solo es una parte. Resaltar un momento sobre el otro no deja de ser algo estético, subjetivo y hasta cierto punto caprichoso. Porque todos los momentos son importantes, interdependientes y, aislados, carecen de sentido. Como diría Hegel, lo importante es “el Todo”, no las partes. Pero en la naturaleza no parece darse el proceso dialéctico que se configuró en el eje de la filosofía hegeliana: la naturaleza no tiene tesis-antítesis-síntesis, movimiento en el que la oposición de contrarios da lugar a algo nuevo. A nuestra escala, en la naturaleza no parece darse algo parecido al progreso: todo es siempre lo mismo. ¿Qué sentido tiene entonces el progreso que promocionamos los humanos?¿ un epifenómeno de lo natural? Y viene a mi mente aquella idea que encontré en Toharia *según la cual “Gea”, la naturaleza, terminará por “quitarse de la chepa” un absceso que le resulta ajeno y que la está destrozando.
*El desierto invade España
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