Los amigos de papel

Dos escritores absolutamente distintos murieron un 15 de julio. Roberto, hace veinte años. Francisco, esta semana

Hace unos días volví a ver los descacharrantes episodios del largo de animación El armario del tiempo, dirigido por Rafael Vara. Tiene cincuenta años y pico, y aunque es una sucesión de gags vagamente hilvanados, su brusco humor no ha perdido nada de fuerza. La vi de pequeño cientos de veces (no exagero: los gustos de los niños son desbordantes, inmoderados, obsesivos). Aún recordaba por ello a la vecina cotilla y su gato, al primo Chiflágoras, al conde Mácula o el Subanchovie, un rudimentario submarino sospechosamente parecido a una lata de sardinas con el que nuestros héroes viajaban al fondo del mar con funesto resultado, como siempre.

Estos héroes eran, por si no lo sabían, Mortadelo y Filemón. Y eran imposibles. Ya podían salir volando por una explosión nuclear o quedar sepultados bajo una montaña de piedras. Bastaban dos viñetas para recuperar la compostura, una virtud que he envidiado con los años.

Sus aventuras me han hecho reír, pero también me han hecho ser quien soy, supongo. Dicen que la mejor forma de conocer a un lector es leyendo sus subrayados. Abramos un libro al azar de su biblioteca y repasemos las escenas y pensamientos que han llamado su atención: eso es él. Es así, pero hay tal vez otra forma aún mejor de entender el corazón y la mente de un lector, quizás porque los tebeos no se subrayan. Esa forma es el propio recuerdo de las lecturas que lo interpelaron, de aquellas que lo hicieron sentir menos solo o incomprendido, y por ello feliz.

Entre todas estas lecturas se generan azarosas correspondencias. En mi cavernosa memoria también habitan otros detectives. Son americanos, rebeldes, poetas. Buscan sin cesar a Cesárea Tinajero, entrevistan, interrogan. Son Ulises Lima y Arturo Belano, y su padre es Roberto Bolaño, el autor del libro que nos cuenta sus interminables andanzas: Los detectives salvajes. Recuerdo muchos paseos por Berlín leyendo este libro, absolutamente hechizado, sintiendo tal vez la revelación que muchos adolescentes vivieron antes con Rayuela o El lobo estepario. He envidiado y venerado con temor y respeto sus vidas, y he admirado la palabra siempre exacta de Bolaño, en sus textos y en sus entrevistas, en su letra y en su voz.

Dos escritores absolutamente distintos murieron el mismo día, un 15 de julio. Roberto, hace veinte años. Francisco, esta semana. Y ellos nunca lo supieron, pero en mí se unieron como lo hacen dos distantes estrellas en nuestras caprichosas constelaciones. Por eso esta semana, por mis amigos de papel, visto de luto.

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