El camino de la pintura

Nunca olvidaré el momento en que por primera vez abrí ese libro y pasé sus páginas, asombrado, alucinado

Desde muy niño, siempre bajo la tutela de mi abuelo Pepe, en la casa familiar de Albox -lugar donde el recuerdo siempre se tiñe con lo mágico, lo sorpresivo e inagotable-, dibujaba a diario, sin parar, copiaba casi todo lo que caía en mis manos. Mi madre dice que antes de andar garabateaba con tizas por el suelo y mi abuelo, sagaz y oportunamente, me puso al tajo de inmediato, se ocupó de mi adiestramiento. Para los diez u once años ya me había hecho copiar a lápiz o al carbón todos los cuadernos de láminas de Emilio Freixas -estupendas para la disciplina del ojo y la destreza de la mano- y yo, por mi parte, reproducía todos los personajes de dibujos animados que veía en cromos y revistas. Mi abuelo, que era un artista y artesano total -pintor, tallista, dorador, carpintero, relojero, músico e inventor-, ajeno por fortuna a la frivolidad que una sociedad en profundo cambio nos depararía, decidió un buen día que ya era hora de ponerme a pintar con óleo. Yo tenía doce años y recuerdo perfectamente que solo necesitó darme una lección. Pintó delante de mí un paisaje que se inventó sobre la marcha, para mostrarme como debía mezclar los colores de una paleta con apenas cinco o seis pigmentos. A continuación me enseñó una pequeña colección que tenía de tarjetas postales, una docena, de cuadros del Museo del Prado como El Quitasol o La Gallina Ciega. Me dijo: "Hala, cópialos". Era la primera vez que veía reproducciones de obras importantes, aunque muy malas. El golpe definitivo lo recibí muy pocos meses después. Era el año 1983. La editorial Sarpe sacó a la venta una colección de tomos titulada "Los genios de la pintura española", cada uno dedicado a un pintor diferente, con reproducciones de calidad a buen tamaño. Cada libro costaba mil pesetas, uno a la semana. Para mi familia era un desembolso imposible. Mi tío Juan, dueño de la papelería Iris de Albox, me regaló el primer tomo, dedicado a Goya. Nunca olvidaré el momento en que por primera vez abrí ese libro -que todavía conservo- y pasé sus páginas, asombrado, alucinado. La visión del universo goyesco en su verdadera dimensión me turbó de tal manera que comprendí, al instante, que todo cuanto había hecho hasta ese momento era una tontería, carecía de la más mínima entidad. Para mi fuero interno decidí en ese preciso instante consagrar mi vida a la pintura y solo a la pintura. Debía de luchar, tan solo, por ser un pintor de verdad. Y en ello ando todavía.

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