El clásico moderno

Algunas de sus imágenes habitan con pleno derecho en el imaginario de nuestra cultura

Ser un clásico en vida no es algo frecuente. La historia suele necesitar lapsos habitualmente largos para convertir ciertas imágenes en iconos de una cultura. En cambio, en muy contadas ocasiones, la belleza de algunas catapultan pronto al parnaso a unos pocos creadores. Ante la novedad artística, calificada animosamente en un primer momento por muchos como modernidad o vanguardia, otros receptores, en cambio, reaccionan con estupor o rechazo. Cuando esa obra es patrimonio de una innegable superioridad estética, la novedad se troca en temprana admiración generalizada y en poco tiempo se convierte en clásico aquello que figuraba ser moderno.

A Pérez Siquier le ha acontecido algo de todo esto. Algunas de sus imágenes habitan con pleno derecho en el imaginario de nuestra cultura. Y aunque es cierto que muchos laureles le llegaron hace relativamente poco en contraste con su dilatada actividad artística, su caso acaparó entre los inteligentes un consenso prácticamente unánime casi desde el principio, desde finales de los cincuenta, en los tiempos del documentalismo en blanco y negro. Después llegó al color en los setenta y, en un alarde de triple salto mortal único e irrepetible en la historia de nuestra fotografía, de nuevo sorprendió con una poética visual personalísima, en apariencia alejada de lo anterior. Con frecuencia se ha dicho que ha tenido una fuerte voluntad de estilo y se ha subrayado su permanente actitud de vanguardia y su capacidad proteica para reinventarse, lo que no deja de ser sorprendente en un autor considerado un "clásico". La respuesta hay que buscarla en la autenticidad de su trabajo, que ha surgido con una fluidez verdaderamente asombrosa. Carlos no pretendió jamás resultar moderno a toda costa, ni forzar una "pose" o una estética de vanguardia. Muy al contrario, ha demostrado siempre un talento innato -que surge espontáneamente- para la depuración de la imagen. Y esa natural facilidad para disparar encuadrando la imagen con todas las bondades estéticas máximas que el instante y el motivo propician, es lo que le colocó, desde el comienzo, como un maestro indiscutido. También, qué duda cabe, su personal poética a la hora de enfrentar las provocaciones visuales, profunda unas veces e irónica y hasta humorística otras, ha determinado una capacidad de emocionar al contemplador, materializando así un corpus de auténticas obras de arte que nos sobrevivirán a todos.

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