Un elogio de Rafael Nadal

La poesía como celebración de la excelencia nunca se olvidó de recordarles a los triunfadores que seguían siendo humanos

En la antigua Grecia, a los vencedores de los Juegos (fueran los olímpicos, ístmicos, píticos o nemeos) se les obsequiaba, entre otras cosas, un poema. Se llamaba a esas composiciones "epinicios", o sea, "a propósito de una victoria". Teóricamente, el poeta celebraba al victorioso, pero nos han llegado los nombres de aquellos atletas gracias a los escritores como Píndaro, consciente de ser él quien le daría inmortalidad a la hazaña deportiva (lean la bonita traducción de Emilio Suárez de la Torre). Era misión del poeta recordar que la victoria de alguien une su prestigio al de su familia y su ciudad y lo encarama a la Historia dentro de una cadena de hechos que existía antes de él y que seguiría existiendo tras él. Por eso, aquellas poesías, los epinicios, hablaban del triunfo de uno, pero también de los mitos de la ciudad; celebraban la valía de la persona, pero también le recordaban su condición de ser humano. Eran versos de elogio en los que siempre aparecían perlas de sabiduría encaminadas a que nadie se creyera por encima de los demás. Así se explican frases como: "los triunfadores les parecen sabios incluso a sus conciudadanos" o como esa otra de: "la buena fortuna es el primer premio, la buena fama el segundo y quien tiene ambas ha ganado el mayor de todos".

La poesía como celebración de la excelencia nunca se olvidó de recordarles a los triunfadores que seguían siendo humanos. Hoy nos cuesta trabajo incluso entender algo así. Mi generación, la primera que nació tras la llegada del televisor, ha crecido identificando a los victoriosos como héroes y haciendo de sus victorias la justificación de un nacionalismo algo barato, si me permiten que así lo exprese. Sin embargo, nunca me sentí yo más ni menos español por ver a Cabrera, Luyk y Brabender ganar títulos con el Real Madrid; nunca me sentí sueco disfrutando del endiablado revés de Björn Borg; nunca me he considerado suizo por declararme incondicional admirador de la elegancia de Roger Federer.

No me siento más ni menos español por admirar la inteligencia y la perseverancia de Nadal ni por disfrutar sus victorias, aunque se produzcan al borde de la Fiesta Nacional. Como clásico y seguidor de los clásicos, preferiría que, en vez de lanzar al viento banderas, himnos y gritos, celebráramos el triunfo de una persona que, en el momento de su mayor gloria, demuestra su mejor cualidad: ser un buen ser humano.

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