La muerte de Van Gogh

Vincent Van Gogh fue asesinado por una pandilla de niñatos adolescentes en Auvers

Hasta ahora se pensaba que Vincent van Gogh se había suicidado. La versión oficial de los hechos, acaecidos en 1890, afirmó siempre que el pintor se había disparado con una pistola en el abdomen, encontrándose en un campo de trigo donde pintaba atormentado su última obra. Era un final trágico, de novela o guión cinematográfico, adecuado al perfil del personaje: el artista incomprendido, bebedor y desequilibrado. Como tal se ocupó de él Hollywood, cuando Kirk Douglas lo interpretó en los años cincuenta. Los defensores y propagadores de la versión oficial fueron siempre los interesados en fabricar el mito para disparar los precios de sus obras y lucrarse; también otros que vivieron los hechos en presente y tenían mucho que ocultar. La aparición de una carta a Theo fechada el mismo día del disparo, escrita en un tono entusiasmado, unido a la constatación de que el pintor había solicitado pocos días antes una gran remesa de pinturas, ha desmentido la visión del artista desesperado en sus últimos momentos. El caso es que las últimas investigaciones sostienen, casi sin género de dudas, que Vincent fue asesinado por una pandilla de niñatos adolescentes en Auvers, el pueblo donde residía, vagabundeaba y pintaba. El cabecilla de estos gamberros era René Secrétan, un niño pijo de dieciséis años, hijo de un boticario de París cuya familia veraneaba en Auvers. En París, la posición de su padre y su estatus de bachiller le habían abierto las puertas de la sociedad burguesa. Y en Auvers, por la misma razón, tenía derecho de pernada. Los niñatos se divertían burlándose y agrediendo al pobre artista vagabundo, le provocaban y hacían toda suerte de perrerías. El día de su muerte, Vincent se encontraba camino de la casa de Secrétan; allí se encontró con sus verdugos, que le dispararon en la barriga. El pintor, herido de muerte, aún pudo llegar a la pensión donde residía y murió penosamente un día después. Su bondad, al parecer, le impidió declarar en esas horas de agonía en contra de los asesinos. Y en el pueblo, donde todo el mundo sabía la verdad, se encubrió y protegió a los niñatos para evitar la implicación, de forma directa, del cabecilla René. Pero lo verdaderamente penoso, que evidencia la cruel y abyecta condición del pueblerino más genuino, es que este pacto de silencio, transmitido tras varias generaciones de los lugareños, ha llegado intacto hasta hoy.

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