Está de plena actualidad reivindicar el cambio radical en nuestros comportamientos de producción y de consumo a través de la manifestación en museos donde se actúa sobre obras de arte. Los Girasoles de van Gogh y las Majas de Goya han sido ejemplos recientes de tales obras sobre las que se han manifestado activistas, respectivamente de "Just Stop Oil" y de "Futuro Vegetal", bien sea vertiendo salsas sobre el cristal que las protege o pegándose a sus marcos. Sin duda, se trata de acciones que no dejan indiferente a nadie: hay reacciones marcadamente a favor, otras radicalmente en contra, e incluso estamos los que no dejamos de ver razones para lo uno y para lo otro.

Recuerdo mis tiempos de militancia política en los que una noche atmosféricamente tormentosa ante la Delegación del Gobierno, pero reivindicativa por las infraestructuras de nuestra Almería, se resumió al día siguiente con informaciones de los medios de comunicación locales que subrayaban más la poca asistencia (no estuvimos más de cien almas) que la necesidad de que la ausencia de infraestructuras fuese un clamor ciudadano. Es evidente que aquella manifestación no acercó nuestra Almería al resto de la Península; pero, ¿la hubiera acercado más otro tipo de acción? Siempre me ha llamado la atención el comportamiento de Jesús de Nazaret cuando se adentró en el Templo de Jerusalén, echando abajo los puestos comerciales al grito de "habéis profanado la casa de mi Padre". Y no lo hizo pidiéndolo por favor, sino látigo en mano: Jesús actuó porque vio una clara llamada a revolucionar aquel desorden. Pues seguro que nosotros mismos, si nos hubiésemos encontrado por allí, hubiéramos reaccionado exactamente igual que ahora lo hacemos ante otros actos reivindicativos: no seamos tan inocentes como para querer analizarlo dos milenios después con los ojos de la fe o desde la increencia. Nada de eso: allí, objetivamente, entró un hombre bien acompañado liándola parda. Entonces, como ahora, la violencia narrada se desarrolló sobre las cosas inanimadas (pasaremos por alto alguna jaula que volase por allí, paloma incluida); pero, posiblemente, este hecho contribuyó a su posterior detención y ejecución: ya entonces estaba castigado el desorden público, ¡cómo no! No es fácil encontrar el equilibrio. Mucho menos si lo esperas del reconocimiento de quienes te rodean; y menos si lo que haces es limitarte señalar con el dedo.

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