Cuento septembrino

El receso de agosto no ha sido tiempo tan propicio, como de costumbre, para los buenos y efímeros propósitos

A la espera de la nueva normalidad, se están descomponiendo las maneras o los hábitos de la antigua y cotidiana, en un largo paréntesis, todavía no cerrado, que la pandemia abrió para alterar las valiosas rutinas de lo ordinario. Por eso, este año, la vuelta de las vacaciones o del receso de agosto no ha sido tiempo tan propicio, como de costumbre, para los buenos propósitos. De manera general, pocos habrá mejores, o mayores, que poner fin a los estragos del virus. Razón por la que parecen inoportunos esos otros empeños con que se alimentan las cuidadas intenciones para reanudar el curso de los días en septiembre. Tiempo este de transición porque el otoño es un barrunto en las luces más cortas de las tardes y en el acomodo de las mangas largas.

En eso piensa, de manera especial, estos días, porque acaba de jubilarse después de bastantes años dedicado, con esmero, a la enseñanza. Tantos, que todavía no se hace a las primeras jornadas de septiembre sin el intenso ajetreo de preparar el comienzo del curso escolar. Luego a los acostumbrados y efímeros propósitos de cada retorno, se une la necesidad mayor de recomponer los días para que de verdad resulten, eso mismo, de júbilo. Nunca había tenido el trabajo como una maldición bíblica, ni se apartaba de él empujado por el descontento o la contrariedad, sino creía que era llegado el momento de cerrar un ciclo y asumir la aventura, por qué no, de comenzar otro. Una mochila de sesenta años de edad no resulta pesada, sino provechosa, cuando se ha sabido o podido llenar con las provisiones de la madurez. Y bastante tiempo hay por delante para valerse de ella en los derroteros con que se tracen los nuevos rumbos de los días. Aunque tampoco convenga edulcorar el estado de las cosas porque las transiciones, habitualmente, ni son prontas ni fáciles. Si bien, ejercitado como estaba en la enseñanza, confiaba asimismo en su disposición para aprender y estaba a la expectativa de las lecciones que impartieran los estrenados días de su jubilación profesional. Se regaló, por ello, una escapada veraniega a las Islas Canarias, sin el ajuste de los días consabidos de las vacaciones, y el Atlántico, desde el avión, era una expectativa de playas serenas en Lanzarote. No le dio importancia a la tos ni a los ligeros mareos, porque debía ser cosa del viaje, pero llegó la fiebre, y la PCR, y el positivo, y el susto, y los diez días mirando al mar desde la terraza de la habitación de un hotel, porque la pandemia no sabe de júbilo y de buenas expectativas.

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