Paradoja del deseo

El paso del tiempo no tiene mejor espejo que las caras de los otros y hace que las cosas lleguen por no desearlas

Las evidencias, las muestras del paso del tiempo son a veces fáciles de advertir, en función de la naturaleza o la condición de las personas o las cosas que cumplen años, como medida acostumbrada, estos años, del curso de tiempo. Bastan unas fotografías para cerciorarse de ello y, sobre todo, el encuentro con quienes se comparte algún lazo o dedicación profesional, trascurridos ciertos años desde la última vez. Asiste, entonces, otro modo de comprobar los efectos del tiempo y Muñoz Molina da con una buena forma de decirlo: “Es en las caras de los demás y no en el espejo donde uno ve el paso del tiempo”. Así lo escribe en No te veré morir, una novela construida sobre la conjunción de dos estragos: los del amor y los del tiempo, con los relatos de la distancia, el recuerdo y, también, el reencuentro que pone por delante la cara y el cuerpo de quienes estuvieron unidos por el azaroso vínculo del amor, soterrado después en la oceánica distancia del Atlántico, durante décadas de ausencia que se interrumpen en un singular volver a verse. De modo que el amor habido, y latente, es capaz de recrearse incluso cuando el final de la vida se anuncia en el espejo que es el otro. Ahora bien, quien se marcha no solo pone tierra de por medio, sino que, a la vez, o por ello, tiene más fácil olvidar o le resulta menos doloroso custodiar el recuerdo en el trastero de la memoria, como en esas buscadas cajas en las que se guarda lo que debe tenerse en el recuerdo, si bien es al contrario: para que pueda olvidarse. Escribe también Muñoz Molina: “El que se marcha olvida con mucha más facilidad que el que se ha quedado. Para el que se marcha desaparece el mundo en el que se anclaba la memoria”.

El tiempo, en cualquier caso, no solo es materia de las circunstancias pretéritas, no tiene solo una orientación retrospectiva que ensalce sus bondades -así ocurre cuando cualquier tiempo pasado se tiene por mejor-, sino que anuncia el provenir de la vejez con la transparente sencillez de lo ordinario: “La vejez empezó siendo el miedo a tropezar y caerse, a no ver el siguiente peldaño al bajar una escalera”. A sentir frío en lo que tiempo atrás era fresco, y abrigarse preventivamente, aunque se desajuste la indumentaria. Y queda la paradoja del deseo, tiempo mediante: “Las cosas llegan cuando ya no se desean. Parece que no desearlas ya es la condición previa para que lleguen”.

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