Leer a los políticos autodenominados de "izquierda" -metidos a opinadores en raquíticos artículos de prensa- ensalzando las virtudes culturales, patrimoniales y turístico-económicas de la tradición identitaria en sus diversas facetas rituales y festivas -incluso, oírlos hablar en la misma dirección argumental o verlos tomar parte activa de los aludidos saraos- es la constatación palmaria de la aniquilación intelectual de la izquierda fundacional, al menos de sus valores teóricos primigenios, de los cromosomas de su ADN. También, qué duda cabe, de que los términos "izquierda", "democracia" y "pueblo" no remiten a ninguna realidad física u objetiva, que su dimensión existencial se reduce -y se ha reducido siempre- a la de meros constructos teóricos ajenos por completo a la praxis real del individuo y que, por consiguiente, han de ser sustituidos por los de "derecha", "oclocracia" y "muchedumbre". El mito, como eje vertebrador -o, si se quiere, pilar sustentante- de todo lo identitario -entiéndase aquí como la cultura de la tribu, la que define y conforma la unidad del rebaño- es la justificación intelectual, por pobre que sea, y la legitimación más o menos sutil de todas las conductas irracionales, animales y violentas del grupo. La pervivencia y mantenimiento del mito a través de sus ritos festivos es también un mecanismo del poder para mantener la unidad y amansamiento del rebaño, en aras de garantizarse una continuidad real y efectiva de su estatus dominante. En la relación entre el poder y el rebaño, la demagogia -como elemento de ida y vuelta usado por las partes, conscientemente en el caso del poder e inconscientemente en el caso de la muchedumbre- es la sustancia real del sistema oclocrático, tipificado desde el origen mismo, en Grecia, como la mayor perversión de la democracia, y asumido ya hoy como la única "democracia" posible. Esta sobreabundancia de la demagogia es la aceptación de la mentira como una "verdad" indispensable para cohesionar y mantener -en una suerte de huida hacia delante- a una sociedad de imbéciles. En este contexto de falsedad, doble moral y contradicción argumental perenne asumido por todos, se entiende que los representantes políticos denuncien las desigualdades, injusticias y conductas violentas y, a continuación, tomen parte activa y apoyen con sus políticas, presupuestos y presencia, todas las manifestaciones que, al amparo del mito legitiman, naturalizan y hacen perdurar en el tiempo a todas esas violencias y conductas reprobables.

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