No tenía conciencia de donde se encontraba, solo sentía a veces algún ruido imperceptible, pero se mantenía en un estado de semiinconsciencia que le hacía vivir como en una ensoñación. Su mente no paraba de traerle imágenes que evocaban distintos episodios de su vida, envueltos en una nebulosa intemporal e inaprensible. A veces le parecía escuchar aplausos lejanos, cuyo sonido lo amortiguaba una música conocida, pero no acababa de recordar a que se debían esas imágenes que pasaban por su mente como una película antigua y desdibujada. La mayor parte del tiempo se sumía en un profundo sueño lleno de agitación, del que despertaba súbitamente, sin que pudiese precisar el tiempo que podía haber transcurrido desde la última vez que lo hizo. De nuevo sintió un profundo dolor, acompañado de un tremendo ahogo, pero pronto cayó en el sopor habitual que la alejaba de la realidad, hasta desaparecer de sí misma al perder la conciencia. Una enfermera se acercó, al mirarla no pudo contener un llanto ahogado, apenas se parecía a la mujer que fue hacía solo dos meses. Aquella situación la iba hundiendo cada vez un poco más, la impotencia que sentían tanto ella como los demás compañeros para aliviar el dolor de los hospitalizados le pesaba en el corazón de una forma insoportable. Salió de allí tratando de ocultar una lágrima que pugnaba por salir incontenible, pero sabía que no podía hacer nada más que rezar, la ciencia no alcanzaba a curar a esa admirable luchadora. Ella fue su modelo cuando tuvo que decidir que quería hacer en la vida, su tía era una médica admirable, comprometida, y rigurosa en su praxis profesional, y quería ser como ella. Ahora la veía allí, sumida en un coma inducido, del que con bastante probabilidad no saldría. Fue la primera en incorporarse de sus vacaciones cuando se declaró la pandemia, luchó contra viento y marea por salvar la vida de tantos enfermos como llegaban sin cesar, en los momentos más crudos del confinamiento. Nunca se rindió, pero hacía unos dos meses que cayó como si hubiese sido fulminada por un rayo, unos chicos contagiados después de una fiesta fueron el detonante, acudieron sin mascarilla ni protección alguna a su consulta, tenían ciertas molestias sin importancia, pero ella se contagió. En la misma planta dos de ellos acababan de ser dados de alta, eran jóvenes y no conocían el miedo, los miró con un poco de rencor, a pesar de que por su profesión estos sentimientos debían de rechazarse. Mientras tanto la enferma se veía a sí misma tumbada sobre una cama, inmóvil y con la mirada clavada en el frío techo del hospital, ya no sentía nada más que una sensación de profunda levedad, alguien le acababa de cerrar los ojos, tapándole la cara con una sábana tan blanca como su rostro. Por la puerta del hospital salían en ese momento los chicos recuperados, entre aplausos y parabienes. 

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