Vestida de mar

Comparto con Borges, que Alfonsina nunca representó la excelencia de la lírica porteña

Dejando grabada su pequeña huella sobre la blanda arena que lame el mar, dice la canción, se fue Alfonsina Storni un 25 de octubre de 1938, hace pues ochenta años, adentrándose entre la espuma de Mar del Plata, en busca de poemas, como en sueños, vestida de mar. Una leyenda que, a ritmo de zamba argentina rimó Felix Luna, extrapolando metáforas y algunos versos de la propia escritora, a la elegía que musicó Ariel Ramírez. Una fábula poética que no se ajusta a la inmolación real de Storni pero que, en la voz de Mercedes Sosa, sigue brillando como una joya del folklore sudamericano clásico, o sea de todos los tiempos. Quien no la haya disfrutado, no haya saboreado aún esa composición mágica que ofrece entre sus versos una atmósfera de imágenes sonoras, un relato sensorial que incrusta en la memoria afectiva aquel sendero de algas y corales por el que Alfonsina, aupada por sirenitas y rondada por caballos marinos, se va para no volver más, que no espere, que no deje de regocijarse con esa poderosa combinación armónica, inductora de sentires encontrados que a la vez seducen, afligen, emocionan y honran el arte y, por tanto, la vida. Tal es la propuesta de mi escueto homenaje de hoy, tras ocho décadas de su adiós, a la Alfonsina luchadora, sindicalista y pionera del incipiente feminismo argentino, madre soltera y zaherida en una sociedad intoxicada por la hipocresía amatoria. Solitaria y descreída de la hospitalidad literaria de las nuevas generaciones de escritores bonaerenses, ávidos por reinventar el eterno regreso a la Verdad inaprensible o prestos a desterrar la vana Retórica básica o abolir los signos de puntuación, en vez de esforzarse en ingeniar nuevos signos expresivos, como alguna vez lamentó J.L. Borges. Comparto con él, con Borges, que Alfonsina nunca representó la excelencia de la lírica porteña, aunque sin duda habría gozado con la eufonía que plasma su despedida y le habría conmovido, como a mí, la diáfana dignidad por lograr su autosuficiencia, de su adiós impotente, tras años de lucha con una pupa viva que le comió el seno y la razón entre dolores inmunes a la morfina. De su aplomo para descender, como Orfeo, a las profundidades infernales, sin más arma ni protección que su ternura talentosa, con la que, y en eso la leyenda acaso dejaría de ser alegórica, sin duda encandiló a todos los habitantes de los fondos marinos, aliviada, como dormida, vestida de mar.

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