El dilema parlamentario

Las Cortes no deben capitular nunca más, ni carecer de medios telemáticos para operativas no presenciales

La derrota no es una opción, dice el Gobierno: esta pandemia la vamos a ganar. Y lo creo, aunque será desde la eficacia científica. Otra cosa es que saquemos algo útil de ella dado ese instinto de olvidar cuanto antes lo que nos dañó. Así que acaso venga a cuento analizar en vivo algunos dilemas sociopolíticos que causan perplejidad y no tienen fácil respuesta. Pongo algún ejemplo: ¿No es el Parlamento un servicio básico? ¿Es legal negar el acceso al pueblo a quien tiene casa allí? ¿Cabe priorizar quién use antes un respirador, si no los hay para todos? ¿Hasta dónde cabe arruinar la economía para salvar a unos, muchos, vale, si la miseria matará luego a muchos más entre los que sobrevivan? No se trata, o no solo, de ver lo que cada cual crea al especto sino de razonar por qué esté bien o mal lo que se intuya en cada caso. Un charcal, ya sé, pero pensar no es insano y en tiempo de crisis, menos.

Empiezo hoy por el insólito cierre temporal del Parlamento. ¿Fue acertado? La escenografía fue análoga al 23-F, con los congresistas, excepto dos, encogidos e invisibles en el hemiciclo. Una estampa repetida con el Covid-19: todos los legisladores a casa, ausentes, dejando que el Ejecutivo actúe como quiera, ya sea en obvia alegalidad, por carecer de competencias o ideologizando el derecho a su aire: algo verosímil, al no controlar nadie si lo que deciden se ajusta a lo indicado por los expertos, algunos inéditos, además. El asunto es peliagudo también porque da a entender que las Cortes no tengan qué hacer durante la crisis. Cierto es que el vértigo de la pandemia obliga a medidas urgentes al margen de liturgias y que el Parlamento es el paradigma de la liturgia.

Sin embargo, resulta inconstitucional que el control al Gobierno no se trate como un servicio esencial. Es darle pábulo a esa falacia populista que enfrenta el mal llamado "pueblo", (o sea, los grupitos vocingleros que alborotan más que el resto social silente) contra el Parlamento, al que tratan de institución obsoleta, abjurando de que nos represente a todos y de que, guste o no, sea el único y legítimo detentador de la soberanía nacional. Y justamente por eso, las Cortes no deben capitular nunca más, ni carecer de medios telemáticos para operativas no presenciales, ni dejarse suplantar por burócratas. O, en otro caso, habrá de repensarse qué servicios tan suntuosos pagamos por un Parlamento que cierra, oiga, y ni se nota.

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