Caminaba despacio, la subida no era pronunciada, pero el calor agobiante la hacía especialmente penosa. Era una de las calles principales delantiguo barrio judío de la ciudad. Una calle que guardaba mil secretos entre las paredes de las casas que la flanqueaban. Poco a poco iban fluyendo a su memoria los recuerdos infantiles de aquellas largas tardes de verano en las que jugaba con los amigos del barrio a las canicas, a la pelota, al pilla-pilla y a otros juegos tan simples como agotadores. Muchas veces tenía la sensación de que la vida era demasiado breve, de que se le había escapado entre los dedos de sus manos sin apenas darse cuenta, pero hoy, cuando echaba la vista atrás y se le agolpaban los recuerdos, tenía conciencia de cuantas experiencias había acumulado a lo largo de los años vividos. Casi sin darse cuenta se encontró en aquella placita escondida, en cuyo centro se erguía la enorme morera bajo la que se escondía con su hermano pequeño a fumarse el pitillo que le robaban a su padre, cada vez que conseguían entrar en su despacho. Sintió un vuelco en el corazón cuando vio al fondo la casa de piedra en la que vivía aquella chica morena de ojos verdes, que le tenía hechizado a los quince años. El recuerdo era tan nítido que creyó que si alargaba la mano, podría volver a tocar aquel rostro que se diluía en su mente, como empañado por la pátina del tiempo. Un estremecimiento le devolvió a la realidad, ella se fue ese mismo año, y jamás la volvió a ver. Bañado en sudor logró llegar al final de aquella calle que tanta complicidad guardaba aún con él, y allí estaba, tal y como lo recordaba, como un bello y delicado cofre pétreo, como una primorosa gacela alzando su cuello al cielo. Subió los nueve peldaños que le separaban de su interior, y entró sin dudarlo un instante. Una bocanada de aire fresco le dio en el rostro, y el olor a incienso le transportó a otros tiempos. Pensó en los hombres que construyeron ese bello edificio, cuyas vidrieras traspasaban los rayos de sol, vistiendo de mil colores todo cuanto tocaban. Posó su mirada cansada sobre las delicadas imágenes que decoraban las paredes:vírgenes con un niño en sus brazos, santos y santas en hornacinas, el propio Jesucristo con la corona de espinas esperando los pasos de Semana Santa…. El silencio en su interior invitaba a la reflexión, se sentó en un banco situado cerca del púlpito cerrando los ojos para aspirar con mayor énfasis esa paz que penetraba hasta su médula. En ese momento sintió en carne propia la espiritualidad que condujo a sus constructores aintentar tocar el cielo con sus manos desde la torre más alta. Mientras tanto, Dios desde su trono celestial, como un inmenso ojo que todo lo abarca, sopesaba si debía

sentirse satisfecho con aquellos seres creados a su imagen y semejanza, o por el contrario, el experimento había sido un fracaso.

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