Metafóricamente hablando

La insoportable levedad de tu cuerpo

Recuerdas cuando nos conocimos? Fue bonito, me viste y te enamoraste: amor a primera vista. Pronto comenzamos a compartir nuestras vidas, acogida en mi regazo pasaste muchas noches de insomnio, con tus hijos entre los brazos. Cuando lloraban por molestias en los dientes, o les agitaba la fiebre, pasábamos la noche velando sus sueños. Hasta que poco a poco, tus propios hijos fueron sustituidos por los hijos de tus hijos: sangre de tu sangre, a los que arropaste durante los días y noches interminables en las que hoyabais mi regazo con vuestro peso, siempre con una sonrisa en tus labios. La vida en la casa se llenaba de alegría, niños jugando, viendo primero dibujos animados, después series, y finalmente, encerrados en sus dormitorios hablando por teléfono con los amigos. Cuando cansada, te refugiabas en mí, caías rendida pero feliz. Sin embargo, de modo imperceptible, la casa se fue llenando de un insólito silencio y quietud, que nos fue sumiendo en una paz inusitada. Juntas pasamos muchos días con sus noches, en mi regazo dedicaste tu tiempo libre en hacer cojines para los niños, patucos para dormir con los pies calentitos, toquillas para las nueras…, hasta que te percataste de que era un esfuerzo inútil, nadie quería semejantes regalos. Vino a compartir nuestra soledad la gata Dulcinea, las visitas se espaciaron cada vez más, a la vez que ibas perdiendo fuerzas, y un dolor incapacitante te empujaba sobre mi regazo cada vez más. Volvieron los días y las noches de vigilia, y tú abrazada a mí pasabas la mayor parte del tiempo medio dormida. Dulcinea enroscada sobre tus pies, ronroneaba en un sueño casi permanente, ella también iba envejeciendo. Tu pelo se encaneció, y las arrugas fueron surcando tu frente, primero de forma imperceptible, después de manera clara e indubitada. Las visitas y las llamadas se fueron espaciando con la misma lentitud con que pasaba el tiempo, y cada vez más nos encontramos más solas en aquella isla, que otrora fue un barco bullicioso. Aquel día, cuando el timbre de la puerta atronó, nadie salió a abrir. Vino un cerrajero, y los recibió la nada: nos encontraron a las tres dormitando en nuestra soledad: tu sobre mí, Dulcinea sobre tus pies, y un silencio sepulcral. El resto fue un ir y venir de personas agitadas, lloros, voces y nervios, algo a lo que yo nunca estuve acostumbrada. A partir de ahí, perdí tu rastro, te levantaron en volandas y te vi desaparecer por la puerta, sin poder despedirnos. No pasaron muchos días cuando volvieron aquellos hombres y mujeres, en los que me costó reencontrar a los niños que fueron y que tantos días y noches durmieron entre tus brazos, acogidos en mi regazo. Aún conservaba el calor de tu cuerpo, cuando me agarraron entre dos, y en un abrir y cerrar de ojos, me vi en medio de una acera, junto a un contendor, y arrebujada en tu cojín la vieja Dulcinea. Escuché que decían que estabas en una residencia, que allí te cuidarían, ningún reproche por su descuido, ningún remordimiento por su abandono, salió de sus labios. Movieron muebles, hurgaron cajones, violaron cincuenta años de intimidad, y tiraron objetos y pertenencias personales, entre ellas a nosotras dos. Hoy, desde un rincón de un jardín desconocido, maquillada, pintada de un verde pálido, y con un cojín nuevo, aún siento la insoportable levedad de tu cuerpo hoyándome. Soy y seré siempre tu mecedora, tu amiga incondicional, tu confidente.

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