La noche iba cayendo sobre la ciudad de forma imperceptible, sus habitantes se habían encerrado en la seguridad de sus hogares. Ellos miraban desconfiados a un lado y otro de la calle. Estaban ateridos y muertos de hambre, desde medio día habían estado escondidos en un almacén abandonado en las afueras. Estaban desconcertados, era obvio que nadie les había invitado a entrar, y mucho menos a ver un partido de futbol entre la roja y otro equipo europeo. Pero eso no lo supieron hasta llegar exhaustos a la costa del país vecino. Allí les acogieron unas personas de la Cruz Roja, les entregaron ropa seca y una botella de agua para los tres. Él era el mayor, tenía 17 años, y sus hermanos 14 y 12. Les convenció para que lo acompañaran en aquella aventura, a la que lo siguieron entusiasmados, y ahora se sentía culpable de su hambre y de su frío, ante el desamparo que sufrían desde que cruzaron al otro de la raya. El primer día descansaron en la playa, bajo un sol despiadado, que a pesar de todo, tardó horas en hacerlos entrar en calor. Por la tarde, cuando ya les rugía la barriga, se acercaron al puesto de la Cruz Roja donde les dieron un bocadillo y una botella de agua a cada uno de ellos. Durmieron abrazados los tres, para combatir el frío de la noche. Durante el día siguiente deambularon por las calles de aquella ciudad desconocida en la que sus ciudadanos los miraban, unos con recelo, y otros con compasión, pero nadie les preguntó su nombre, si tenían hambre, o sed. El pequeño comenzó a sollozar y él se sintió culpable de haberlos convencido para ir al fallido partido de fútbol. Sin comer en todo el día y exhaustos, se dirigieron a un portal que parecía acogedor, allí se arrebujaron con la manta que les habían dado en la playa, y en silencio trataron de dormir unas horas. Apenas había amanecido cuando decidió que pedirían ayuda a las autoridades para volver a casa, se metió la mano en el bolsillo derecho y sacó la ajada y arrugada fotografía de su madre para darle un beso, la longaniza con que ataban los perros en el país vecino eran de cerdo, y ellos no tenían nada que hacer en él. Por la tarde, Antonio, Musta, Pepe y Hamed, se reencontraron para jugar con sus móviles en aquel rincón secreto que tanto les gustaba, esos días no habían tenido clase, pero sus padres no les habían dejado salir, decían que era peligroso. Se sentaron en el suelo, divertidos y absortos en el juego. Antonio alzó la vista y vio algo en un rincón, alargó la mano, cogiendo aquel papel arrugado. Era la fotografía de una mujer que le miraba dulcemente desde algún lugar remoto, sintió en su mano el calor de una madre acogedora.

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