Metafóricamente hablando

Un virus mortal

Amaneció y las autoridades levantaron la alarma, cada uno se marchó a su casa

El silencio de la noche se rompió súbitamente con el sonido estremecedor de las sirenas. Todo el mundo salía de sus viviendas en silencio y sin encender las luces, tal y como les habían instruido en los simulacros, con la diferencia de que en esta ocasión el peligro era real. La gente salía en pijama, descalzos algunos, y muchos de ellos con un móvil en la mano, tratando de informarse de la causa de la alarma. No hacía mucho tiempo sonó varias veces después de un fuerte temblor de tierra, el peligro estaba claro: tsunami, pero ahora era distinto, no había habido terremotos, no había tormenta y las lluvias que periódicamente provocaban inundaciones, aún no habían llegado. Una mujer cruzaba la calle con un niño en brazos aferrado a su cuello y temblando, ambos en silencio. Cuando llegaron al refugio, todo estaba oscuro, solo las luces de los teléfonos encendidos buscando respuestas, iluminaban decenas de ojos desorbitados por el miedo. En el fondo del túnel, recostada sobre un muro, una mujer daba el pecho a un bebé que lloraba intermitentemente, tranquilizándose entre trago y trago con aquella leche dulce y tibia, que le daba seguridad. La madre, con los ojos rojos de contener el llanto, miraba hacia todos lados, como buscando a alguien, o quizá enloquecida por su fragilidad y la impotencia de evitar un mal incierto a su hijo recién nacido. Recordó a su abuela, hacía poco que había fallecido, se alegró de que no tuviese que revivir momentos tan dramáticos como los que tuvo que sufrir con apenas seis años. Muchas veces les relató a sus nietos, aquel fatídico día en que la ciudad en la que había nacido su familia quedó sembrada de cadáveres carbonizados, como si un dios furioso se hubiese cebado con ellos lanzando una lluvia de fuego. Su abuela siempre vivió con el miedo arraigado en sus entrañas, en aquel episodio perdió a toda su familia, y se crió en la soledad de un orfanato. Durante decenas de años, aquellas imágenes atroces y los millones de muertos que había provocado aquella guerra estúpida, formaron una barrera infranqueable para apostar por la paz. Hoy dudaba seriamente de la inteligencia humana, sobre todo de su memoria de pez, por más que lo intentaba no podía entender cómo millones de personas que no se conocían entre sí y no tenían nada los unos contra los otros, se disponían a morir y a matar por la sola voluntad de un puñado de seres in-humanos, y si escrúpulos que los enviaban al matadero sin despeinarse siquiera. Amaneció y las autoridades levantaron la alarma, cada uno se marchó a su casa, y la ciudad poco a poco recobró su pulso habitual, pensó intranquila que solo era una pausa, que el problema no había sido el virus biológico que había azotado al mundo, sino la estulticia humana, para lo que no se conoce vacuna.

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