La segunda quincena de mayo y la primera de junio es la preferida para los buitres. Aprovechando que las competiciones de fútbol base han acabado, acechan, se saltan todas las leyes no escritas y contactan con los pequeños futbolistas para prometerle el oro y el moro en un proyecto que parece más de fútbol profesional que de chavales de siete, diez o catorce años. Algunos de ellos incluso tienen personajes que dicen ser representantes, vídeos incluidos de los pequeños con algunas jugadas de los mismos, para venderlos al mejor postor. El representado, que quizás destaca por haber pegado el estirón antes que su compañero, acaba pegándosela porque llegan uno entre un millón y, sobre todo, por haber tenido un ambiente tóxico nada recomendable.

Los tiempos han cambiado y donde antes había un club con uno o dos equipos a lo sumo por categoría —que no división—, ahora hay dos o tres, con cuatro y cinco; donde antes había un equipo federado en el que jugaban los mejores, ahora el recién llegado quiere competir federado a pesar de no haber adquirido aún los conocimientos suficientes para ellos. Pero toca adaptarse a ello y solventar problemas como la posibilidad de entrenar en una esquina de campo por el elevado número de jugadores que hay en la misma franja horaria. Lo que es inadmisible es realizar promesas que después no se cumplen, convirtiéndose en numerosas ocasiones ese hipotético sueño en una pesadilla al verse sin jugar ese niño que tenía muy buena pinta al meterlo en un entorno bien diferente al que estaba acostumbrada. Posiblemente una de las causas de este problema sea que tanto el entrenador como el padre de turno miran más por sus intereses que por la felicidad del joven jugador por muy duro que suene.

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