Todo o nada

En ocasiones puede parecer que todo está perdido. Pero no olvides que siempre quedas tú

Allá donde fijara su vista el horizonte le devolvía infinito. Un sol timorato se abría paso a través de oscuras nubes que prometían cobrarse venganza por ese instante de calma. El blanco níveo le recordaba su tierra natal, Siberia. A media hora caminando hacia el sur se encontraba la Base antártica Novolazárevskaya.

Rógozov decidió retornar. Había disfrutado de un apacible descanso y debía volver al trabajo. Se percibía, además, con cierto frío y malestar.

Por el camino recordó su paso por el Instituto médico pediátrico de Leningrado. Tras licenciarse como galeno inició su formación como cirujano aunque antes del año se le presentó una oportunidad que no pudo rechazar. Y fue así como, jugando con una baraja de naipes desconocidos, terminó viviendo la aventura antártica. Leonid era el único médico en un radio de más de 3000 km.

Llegó a la base con más dificultad de lo que hubiese pensado. El malestar seguía creciendo y poco a poco se fue instaurando en el cuadrante inferior derecho del abdomen un dolor sordo. Ese mordisco creciente confirmó al joven oficial sus temidas sospechas: apendicitis aguda. La mañana del 30 de abril de 1961 trajo consigo una formidable tempestad y la certeza de que la infección se había extendido hasta el peritoneo. Ningún tratamiento médico lo salvaría. Sólo una intervención urgente podría ayudarlo a conservar la vida. La necesidad era extrema y las alternativas cada vez menores. Aislados por tierra, mar y aire resultaba imposible que Rógozov recibiese ninguna ayuda que no fuese la suya propia. Burlando al miedo el inexperto cirujano decidió operarse a si mismo. Como ayudantes dispuso del meteorólogo y un conductor de tractores. En posición recostada y con un espejo para ver las partes menos accesibles Leonid se inyectó anestesia local, abrió su cavidad abdominal y durante hora y media practicó una cirugía jamás pensada.

Febril, con momentos de seminconsciencia, soportando gran dolor y perforando por error el intestino grueso Rógozov guió sus manos con la esperanza de que su vida siguiera la estela que trazaba el bisturí. Tras la intervención cayó en un estupor catatónico que hizo a sus compañeros temer por su vida. Dos semanas después, sin embargo, se encontraba totalmente recuperado.

Como psiquiatra se me agolpan las reflexiones. Me quedo con esta: Hay ocasiones en que la salvación sólo proviene de nosotros mismos. Todo o nada, tú decides.

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