Normalmente el proceso de creación, prueba, autorización y fabricación de una vacuna tarda muchos años, decenas de años en algunos casos. Hay enfermedades para las que, a pesar de su gravedad y elevada mortalidad, no se han elaborado vacunas, porque no ha habido interés en hacer las investigaciones y grandes inversiones necesarias para conseguir un medicamente efectivo.

En el caso del COVID-19, desde el primer mes de aparición de la enfermedad, la industria farmacéutica, financiada por ingentes cantidades de dinero público, se puso a investigar y desarrollar varias vacunas que ya están a la venta e inoculándose a millones de personas en todo el mundo. El proceso se ha hecho en tiempo récord, las pruebas in vitro e in vivo se han llevado a cabo a una velocidad inusual, la producción se ha desarrollado a marchas forzadas y las autorizaciones de las agencias oficiales de medicamentos han sido inusualmente rápidas. La urgencia y la gravedad mundial de la pandemia merecían y justificaban las prisas. Además, la competencia entre países, en una especie de geoestrategia vacunadora, ha permitido una competitividad inusitada a la hora de desarrollar y vender los diferentes medicamentos.

Las urgencias explican, sin que puedan servir de excusa, las incertidumbres que algunas de las vacunas están creando. Todos los medicamentos tienen efectos secundarios, y con la vacuna del COVID-19 no podía ser de otro modo. La cuestión es que sobre la pandemia y el proceso de vacunación hay puesta una lupa que hace que los efectos secundarios, aunque estadística y sanitariamente sean asumibles y justificables, tengan una repercusión inusitada. Lo que lleva a las autoridades sanitarias y a las agencias del medicamento a ser extraordinariamente prudentes, y dar pasos adelante, marchas atrás y paralizaciones. Por su parte, los gobiernos van tomando decisiones y hacho planes en base a los datos de producción y distribución comprometidos por la industria, que son desbaratados en menos de veinticuatro horas, por decisiones que se les escapan. Finalmente son los ciudadanos los que sufren una cadena de cambios de opinión que crea desasosiego y desconfianza. Todo el proceso, teóricamente ordenado, pero en el fondo muy caótico por las circunstancias en las que se produce, se asumiría y comprendería mucho mejor por la ciudadanía, si los distintos actores fuesen más transparencia e hicieran mucha más pedagogía, ante una enfermedad que aún produce demasiadas incertidumbres.

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