Política sin Aristóteles

Aristóteles vinculaba la política a la ética, y prefería la vida buena a la buena vida, pero eso no es posmoderno

El insulto, las generalizaciones despectivas, las banderías sectarias, el argumentario de las consignas, la engañosa defensa del “y tú más”, por no mentar más muestras del catálogo de los desafueros políticos, de ningún modo predisponen que decidan dedicarse a la gestión de los asuntos públicos los más capaces para ello o, al menos, los más libres de los deméritos que contribuyen al desprestigio de tal dedicación. No será cuestión de exigir -pero tampoco sobran, claro está- sesudos conocimientos de filosofía política, de historia de las doctrinas políticas, de ciencia política, ni siquiera la lectura iniciática de Política, de Aristóteles. Sin embargo, puesto que la sabiduría de los clásicos es intemporal, interesa recordar que la política aristotélica bebe de las limpias y transparentes fuentes de la ética y se centra nada menos que, por sencilla que resulte la formulación, en las “cosas referentes a la polis”, a la ciudad y los ciudadanos. Por eso, con una generalización ahora no improcedente, el hombre -esto es, el ser animado racional, ya varón o mujer- es un “animal político”, al que le conviene no poco diferenciar entre la buena vida y la vida buena, juego de palabras aparte. Corresponde la primera a la vida placentera, mientras que la segunda es razón de la vida virtuosa, y esta debe prevalecer, aunque solo sea en la inalcanzable estancia de los ideales. Asimismo, Aristóteles, cuya sabiduría no podría asistirle para imaginar las controversias políticas de estos años posmodernos, encontraba más peligro en la desobediencia a las leyes que utilidad en su innovación o cambio. Así las cosas, más conviene cumplir y mantener las leyes, y nada bueno ha de ser que se normalice y despenalice no acatarlas.

En fin, la “clase política” no debería constituir una agrupación de individuos animados por intereses sobre todo personales, sino un valioso elenco de los más capaces de administrar los asuntos públicos. Acaso con una sinceridad inesperada, destacados políticos reconocen la escasa capacitación de que quienes “son” políticos y “están” en la política. Aunque no es tan apreciable, ni parece bien definida, la entidad del ser, y sí resulta más evidente la coyuntura del estar de paso.

Recomendable sería que el CIS, sin demoscópica ficción, preguntara a los ciudadanos sobre su voluntad de dedicarse a los asuntos públicos, a la política, y las razones de hacerlo.

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