Por la misma sinrazón por la que hay tantos que creen que la generosidad, la belleza o la bondad, dan sentido y alegría a la vida, también algunos profesamos seria devoción al poder inefable de los Reyes Magos, ese prodigio de la mente simbólica que nos socializó a fuer de compartir sonrisas y regalos preciosos y aunque acaso nadie los viera nunca -pero de esto no estoy seguro dado el poderío de la imaginación infante. Y bien pensado emociona que el mito se mantenga vigoroso, en tiempos robóticos, entre las creencias más apreciadas, esas que no tienen precio de mercado y son tan intangibles como la idealizada libertad o el amor. Así que cada enero les escribo mi carta, escueta pero ilusionada, como una lotería íntima en la que siempre toca, mínimo, el reintegro de la fe incorrupta. Y este año les pedí un poquito de luz para que mi gente, que es toda la buena gente, pueda transitar con menos tropezones que en tiempos pasados, el oscuro túnel que nos engulle en esa otra ficción llamada 2024. Un poquito de luz para que los maestros vocacionales se sientan orgullosos de su destino como formadores de infantes en la única vida que vale la pena vivir: la ilustrada. Otro poco de luz, que tampoco les vendrá mal, a los jueces para que usen las leyes con esa claridad y misericordia capaz de calmar la sed de justicia que traemos codificada en la genética. Un chispazo, o más, de luminosa consciencia solidaria, para que quienes acaparan la riqueza, reinventen cómo saciar el hambre de tanto hambriento con algo más que buenos propósitos, en un planeta que cuenta con recursos para alimentar a todos, pero que solo sacia a unos pocos. Algún relampagazo catártico para los medios a ver si nos rescatan, los pobres, del vasallaje ante quienes fijan qué debamos saber y qué no, o de tanto articulista obtuso que llaman progresismo a que nos gobierne un prófugo desde Waterloo. Y para que entre chorritos de luz sobre la lóbrega vida pública fosforezca esa lógica mínima que desnude las falacias de quienes medran en la política en su provecho, en vez de servir a quienes un día confiamos en ellos. Un poquito de luminaria por acá y otra por allá, en fin, que nos permita entender que lo más hermoso de la vida son aquellos deseos ingenuos que alguna vez vislumbramos de niños, velados luego en una adultez sensualista solo porque no se vean, aunque sepamos a ciencia cierta que existen y que aún hoy son la luz que mueve el mundo.

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