En este país, como en tantos otros, esta pandemia para la que nadie se había preparado, y cuya duración va prolongándose a base de "olas" que se van surfeando con una sincronización mundial variable, ha permitido que un buen número de elementos de nuestro sistema público hayan visto como su reconocimiento se subía a un incansable tiovivo con fuerza suficiente para lanzarlos al suelo de la consideración y confianza de los ciudadanos. Y en él siguen.

Y entre esos elementos está, para nuestro mayor pesar, la verdadera joya de nuestra corona, nuestra sanidad pública, ese bien social a cuyos integrantes les aplaudimos diariamente al comienzo de la pandemia; comenzamos a cuestionar una vez que la vida laboral volvió a la práctica normalidad en todos los ámbitos menos en el de la atención primaria que se permitió quedara tras un teléfono; defendimos cuando supimos que muchos de cuantos fueron contratados como refuerzo frente a la pandemia habían sido despedidos y, nuevamente, cuestionamos, cuando la llegada de la variante Omicron ha colapsado muchas de esas líneas telefónicas.

Pero no podemos permitir que los inevitables tropiezos de gestión nos lleven a alejarnos de ella, a no defenderla, a no valorarla, a no sentirla como parte de nuestro patrimonio particular y a no exigirla, porque la Sanidad Pública siempre va a ser mucho más de lo que nos digan que es, y significa mucho más de lo que nos podamos imaginar pues la Sanidad Pública es lo que nos permite a las personas tener un futuro, lo que une a las sociedades con el progreso y el resorte que si se suelta dispara la corrosiva desigualdad. El sistema sanitario privado siempre será un excelente complemento al público pero cuando llega para sustituirlo nos empobrece personalmente y como sociedad y lo hace a un extraordinario ritmo capaz de pasar inadvertido durante todo el recorrido que lleva a la fatal meta donde la salud y la aventura de tener hijos queda reservada a unos pocos afortunados y la investigación y el desarrollo de nuevas terapias y nuevos medicamentos se supedita a la rentabilidad por acción. Y una vez allí, todo cuanto hicieron nuestros mayores por darnos lo que ellos no tuvieron habrá sido en vano.

Sin salud no hay futuro y sin salud es imposible luchar contra la desigualdad porque ella es quien abre la puerta al trabajo, a la educación, a la cultura, al desarrollo personal y, en definitiva, a todo cuanto permite reducir la desigualdad, por eso el acceso universal a un eficaz sistema de salud con amplias coberturas es un deber de todo Estado que decide ser responsable del bienestar de sus ciudadanos, como en su momento hizo el nuestro, y un derecho de todo ciudadano de ese Estado.

En 2019 nuestro sistema de salud se encontraba entre los diez sistemas más eficaces del mundo. Exijamos que siga siendo así y protejamos nuestra sanidad pública.

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