Metafóricamente hablando

A Don Antonio Machado

Envuelta en el silencio apenas me había apercibido de que no estaba sola, que otras personas habían entrado en aquel pequeño recinto,

La sublime belleza de aquel pueblo cuyas calles discurrían por las laderas de las montañas hasta un mar quieto y calmo como un lago, me dejó impresionada. La mañana especialmente luminosa para un día de invierno, los limoneros cuyas ramas asomaban sobre las tapias de las casas mostraban sus frutos como adornos navideños. Un lejano rumor de agua me recordó al de aquella fuente del patio sevillano de tu infancia, y me vinieron a la memoria tus versos más universales: “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Debo confesar que en esta ocasión el poema no casaba con la realidad, nosotros habíamos seguido un camino trazado decenas de años antes. Me pareció que los hados se habían conjurado para que ese día brillase el sol con una intensidad desconocida, la mar en calma transmitía la paz que siempre percibí en tus versos. Cuando entré en el pequeño cementerio, al que fui como quien pretende saldar una deuda ajena que siente como propia, sabía que era un desagravio extemporáneo, que ese acto no iba a cambiar la terrible injusticia de tu muerte lejos de tu tierra, de tu familia y de tu infancia. Contigo se fue tu madre, y con vosotros decenas de personas invisibles que involuntariamente os acompañaron en el eterno viaje. Muchos “nadies”, cuya memoria solo dejó huella en les conocieron, también reposaban en aquella tierra ajena que los acogió en su seno. Antes de llegar temía que temblara la tierra, que algo se movería dentro de ella, sin embargo la paz que allí se respiraba llegaba al corazón y templaba el alma. A mi memoria regresaron aquellas filas interminables de personas tristes y agotadas que cruzaban la frontera, las historias que conocí por boca de aquellos amigos que pudieron volver porque la vida fue más condescendiente con ellos, y porque gozaron de esa fuerza vital que emana de las convicciones más íntimas. Envuelta en el silencio apenas me había apercibido de que no estaba sola, que otras personas habían entrado en aquel pequeño recinto, identificándonos enseguida cuando clavamos nuestra mirada al unísono sobre aquella austera sepultura de piedra, adornada con flores frescas que alguien había depositado allí. Casi sin darnos cuenta comenzamos a charlar como viejas amigas, con la íntima convicción de que en ese momento nuestros corazones latían acompasados, el azar nos había conducido hasta allí en aquel acto espontáneo de rendición de honores a nuestro poeta universal. Después de un silencio tibio y sereno, una de ellas dijo: ha sido él, él es el quien nos ha conducido hasta aquí y el que ha propiciado que nos conozcamos. Nos sonreímos, nos pasamos los números de teléfono, leímos un poema en su memoria y sentimos que no estábamos solas en aquel bellísimo lugar que derrochaba paz. Colliure nos abrazó antes de despedirnos.

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