Se pasaba horas mirando al cielo. Sentada en la cama, en la más completa oscuridad, observaba en silencio cada amanecida desde que una luminosidad en el horizonte hacía adivinar el comienzo de un nuevo día. Nunca miraba el reloj ni ponía ninguna alarma, siempre se despertaba puntual, ella y el alba eran ya amigas inseparables. Años atrás, despertarse temprano era una pesadilla, todo era correr, el tiempo nunca le daba lo suficiente para cumplir todos sus compromisos, no conocía la soledad, y absolutamente siempre era responsable de todo cuanto acontecía a su alrededor. Eso era lo que más echaba de menos, el silencio que ahora reinaba en su entorno la abrumaba tanto como en otro tiempo un griterío ensordecedor. Trabajó duro, cayó en brazos del amor y se entregó tanto a esas tareas que no tuvo conciencia de la velocidad a la que trascurría su vida. Ninguna obligación tenía ahora salvo llegar al trabajo a su hora, podía dejarse caer en los brazos del tiempo dejándolo correr como el agua de un arroyo, sin embargo esa calma la soliviantaba. Recordaba cuando fue tentada por el genio de la lámpara prometiéndole cumplir todos sus deseos con solo pedirlos. Conforme pasaba el tiempo le garantizaba la felicidad si se aumentaba los pechos, redondeaba sus caderas, estiraba la piel de su rostro o se ponía labios reversibles como fresas salvajes. Ese anhelo la mantuvo entretenida creyendo que con esa estrategia podría sujetar los años que se desgranaban sobre su espalda sin remedio. Para conseguir ese sueño, que no era más que un espejismo, tuvo que trabajar sin descanso, pagar facturas inasumibles, subir cuestas de enero en plena canícula, y restringir el gasto en otras cosas, que ahora tenía a certeza que le habrían reportado mayor felicidad. Sobretodo echaba de menos haber disfrutado más de las personas que quería. Cuando todos esos cambios en su cuerpo no pudieron parar el deterioro normal de la edad, cuando sus hijos siguieron sus destinos, y el genio de la lámpara volvió a su refugio, ella había aceptado la realidad. Ninguna de las cirugías que sufrió su cuerpo pudo impedir el cansancio, las incipientes arrugas que rebeldes a cualquier tratamiento volvían a aparecer o la pérdida de agudeza visual. Lo que más sentía era la anestesia de su conciencia, a la que estuvo sometida voluntariamente durante tantos años. Sabía ahora que durante su juventud vivió en pos de una quimera: la perfección del cuerpo, la belleza según el canon socialmente impuesto, no es un don sino una cadena. Una suave música acompañó los rayos de sol que atravesaron los visillos, el perfume de un café recién hecho y la voz de su amado la sacaron de sus pensamientos, miró el reloj y saltó de la cama: ¡hoy llego tarde al trabajo!

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