Con el tiempo, los recuerdos de su infancia se habían ido difuminando. Su vida comenzaba a partir de aquel momento mágico en que su mirada se cruzó con los maravillosos ojos glaucos de aquella diosa. La luz que desprendían, eran como antorchas que iluminaban los noches más oscuras, y cuando se apagaron el mundo desapareció bajo sus pies. Los día se tornaron sombríos, y el rio de la vida lo empujaba embravecido, sin que atinase a encontrar una rama lo suficientemente fuerte a la que asirse. La conciencia de que cada ser humano era una isla desierta, se apoderó de él con una fuerza inusitada. No podía asumir que cada quien, con su primer aliento está desgranando una fruta que tiene los gajos contados, siempre creyó que los dos tendrían los mismos. Soñaron con lo que harían en su vejez, él pensaba que ella con sus delicadas manos de sacerdotisa, le sujetaría firme cuando la corriente lo agitase y ella tenía la certeza de que él sería la columna que seguiría sustentando el templo de sus vidas. Pero la realidad, con su inhumana crudeza, repentinamente abrió sus fauces enseñándoles los dientes. Esa luz que cada día guió sus pasos, se apagó sin previo aviso, dejándole tan desvalido como cuando era niño. El sabor amargo de una partida inesperada se hizo carne en su corazón desgarrado, sentía que cada día sin ella sería un agujero oscuro, y un grito silencioso obstruía su garganta.

Un amigo, pasándole su brazo sobre los hombros, le dijo que esto no era el final de nada, que ella seguiría iluminando sus días, porque la luz de sus ojos seguía alumbrando el mar cada noche, cuando rielaba la luna sobre las aguas.

Pensó que la metáfora estaba bien para decir algo amable a quien no encuentra consuelo, pero a decir verdad no le consoló en absoluto. Anoche, cuando el insomnio le impedía caer en un sueño reparador, cuando sentía el frío de un lecho vacío al que no quería volver, salió a la calle. Sobre la cima de las montañas que circundaban la ciudad comenzaba a asomar una enorme luna roja que iluminaba todo con un tono mágico. Había un silencio tan ensordecedor que abrumaba, se escuchaba el resonar de sus propios pasos sobre la acera. De forma inconsciente buscó el agua, y en ella creyó ver los destellos de esos ojos amados que le enamoraron un día. En ese momento sintió las delicadas manos de su amada cuando el agua serena del mar le acarició sus pies, y tuvo la certeza de que esa luz que rielaba sobre las aguas salía de sus amados ojos glaucos.

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